Quería compartir con ustedes un articulo que leí de Gaby Vargas, que me pareció hermoso. Nuestras almas deben aprender que el crecimiento no sucede con el solo hecho de vivir o sobrevivir en esta vida. El crecimiento espiritual, emocional, mental, y físico de un alma, que la lleva a la ascensión, sucede cuando hay esfuerzo, enfrentamiento, decisión, valentía, determinación, voluntad, amor, humildad, y ante todo entrega. La parte mas importante en nuestra vida esta en sobrepasar los obstáculos que se nos presentan, pero también aprender de ellos.
¿Oro o tierra? Difícil decisión
Desde que conocí esta historia, me parece la metáfora perfecta que refleja cómo somos y de lo que estamos hechos los seres humanos. Durante 800 años, nadie lo supo...
A mediados del siglo XX, en Tailandia, unos monjes budistas decidieron cambiar de lugar a un Buda de terracota albergado en un monasterio construido en el siglo XIII, pues por deterioro amenazaba con derruirse. Al iniciar el traslado, notaron que el buda se cuarteaba, así que renunciaron a la tarea para consultar a un experto.
Entrada la noche, un monje movido por la curiosidad acudió con una linterna a revisar las cuarteaduras del buda. Al acercarse a ellas, se percató de que le regresaban un brillo cegador; por lo que decidió tomar el martillo y el cincel para ensanchar un poco más una de las grietas. El brillo se hizo más intenso. Asombrado descubrió un tesoro nunca antes visto: el Buda de casi dos metros de alto, estaba hecho de oro macizo.
¿Durante esos 800 años, cuántas generaciones pasaron sin descubrir el tesoro? ¿A cuántas personas nos puede suceder lo mismo? ¿Cuántas veces no vemos lo que tenemos ante los ojos, por no ir más allá de lo evidente, de lo inmediato? Esto puede equivaler a vivir y morir en automático, sin sentido alguno.
Oro y tierra. Ser y humano. Por dentro oro: luz, bondad, creatividad, sueños, amor, perfección. Peeero, por fuera tierra: seres imperfectos que nos cuarteamos fácilmente. ¿Qué lo provoca? Cualquier cosa: la flojera, la mira en el placer inmediato, la falta de sentido, la ira, la vanidad, la gula y demás chuladas.
El secreto para descubrir el tesoro interior que nos proporcionará paz, tranquilidad, equilibrio, no está afuera de nosotros, como solemos pensar. Tampoco se encuentra en la cima de la montaña que soñamos conquistar y por la que sacrificamos tiempo de convivencia familiar, salud y descanso. ¡Qué equivocación! ¡Qué error! Pensar que allá arriba estará la tierra prometida o bien, una caja de felicidad envuelta para regalo. Ja, ja, ¡cuánta ignorancia! Y qué necedad, porque una vez conquistada esa cima, siempre habrá otra más grande que prometa ofrecernos, entonces sí, la felicidad.
Lo único que logra abrir una grieta que llegue al Ser, a la luz, es la meditación, la oración, el sometimiento de la voluntad, el silencio, el arte, el dolor y el amor. Descubrir esta verdad es lo que finalmente le da sentido a nuestra vida.
Sólo que ojo, mientras el ser nos murmura al oído frases sabias como: “Lleva una vida más sana”, “Haz algo por los demás”, “Agradece lo que tienes”, “Te corresponde pedir perdón”, “Dedícale más tiempo a tu familia”, “Sé generoso”, y demás; el humano grita, y grita fuerte: “¡¿Qué, qué?!, ¿levantarme a hacer ejercicio?, ¡pero si está oscuro todavía!”, “¿Hacer algo por los demás?”, “¡No tengo tiempo!”, ¡Que me venga él a pedir perdón…!”, y cosas por el estilo que todos conocemos de sobra.
En eso consiste nuestra lucha. En decidir a cuál voz escuchamos. Con la desventaja de que la interior no es nada cómoda; nos exige autodisciplina, entrega, trabajo, generosidad, esfuerzo y actuar desde otro nivel de conciencia. Así que reprimimos la voz y con frecuencia exigimos que “algo”, el trabajo, el coche, la casa, el jefe o la pareja nos proporcione esa dosis de sentido existencial.
La factura llega tarde o temprano. Esa voz interior que comenzó en susurros, poco a poco eleva el tono hasta que nos da una fuerte sacudida. Está en nosotros darnos cuenta, despertar, elevar la conciencia, o bien, vivir y morir en la creencia de que estamos hechos completamente de terracota, como el Buda.
A mediados del siglo XX, en Tailandia, unos monjes budistas decidieron cambiar de lugar a un Buda de terracota albergado en un monasterio construido en el siglo XIII, pues por deterioro amenazaba con derruirse. Al iniciar el traslado, notaron que el buda se cuarteaba, así que renunciaron a la tarea para consultar a un experto.
Entrada la noche, un monje movido por la curiosidad acudió con una linterna a revisar las cuarteaduras del buda. Al acercarse a ellas, se percató de que le regresaban un brillo cegador; por lo que decidió tomar el martillo y el cincel para ensanchar un poco más una de las grietas. El brillo se hizo más intenso. Asombrado descubrió un tesoro nunca antes visto: el Buda de casi dos metros de alto, estaba hecho de oro macizo.
¿Durante esos 800 años, cuántas generaciones pasaron sin descubrir el tesoro? ¿A cuántas personas nos puede suceder lo mismo? ¿Cuántas veces no vemos lo que tenemos ante los ojos, por no ir más allá de lo evidente, de lo inmediato? Esto puede equivaler a vivir y morir en automático, sin sentido alguno.
Oro y tierra. Ser y humano. Por dentro oro: luz, bondad, creatividad, sueños, amor, perfección. Peeero, por fuera tierra: seres imperfectos que nos cuarteamos fácilmente. ¿Qué lo provoca? Cualquier cosa: la flojera, la mira en el placer inmediato, la falta de sentido, la ira, la vanidad, la gula y demás chuladas.
El secreto para descubrir el tesoro interior que nos proporcionará paz, tranquilidad, equilibrio, no está afuera de nosotros, como solemos pensar. Tampoco se encuentra en la cima de la montaña que soñamos conquistar y por la que sacrificamos tiempo de convivencia familiar, salud y descanso. ¡Qué equivocación! ¡Qué error! Pensar que allá arriba estará la tierra prometida o bien, una caja de felicidad envuelta para regalo. Ja, ja, ¡cuánta ignorancia! Y qué necedad, porque una vez conquistada esa cima, siempre habrá otra más grande que prometa ofrecernos, entonces sí, la felicidad.
Lo único que logra abrir una grieta que llegue al Ser, a la luz, es la meditación, la oración, el sometimiento de la voluntad, el silencio, el arte, el dolor y el amor. Descubrir esta verdad es lo que finalmente le da sentido a nuestra vida.
Sólo que ojo, mientras el ser nos murmura al oído frases sabias como: “Lleva una vida más sana”, “Haz algo por los demás”, “Agradece lo que tienes”, “Te corresponde pedir perdón”, “Dedícale más tiempo a tu familia”, “Sé generoso”, y demás; el humano grita, y grita fuerte: “¡¿Qué, qué?!, ¿levantarme a hacer ejercicio?, ¡pero si está oscuro todavía!”, “¿Hacer algo por los demás?”, “¡No tengo tiempo!”, ¡Que me venga él a pedir perdón…!”, y cosas por el estilo que todos conocemos de sobra.
En eso consiste nuestra lucha. En decidir a cuál voz escuchamos. Con la desventaja de que la interior no es nada cómoda; nos exige autodisciplina, entrega, trabajo, generosidad, esfuerzo y actuar desde otro nivel de conciencia. Así que reprimimos la voz y con frecuencia exigimos que “algo”, el trabajo, el coche, la casa, el jefe o la pareja nos proporcione esa dosis de sentido existencial.
La factura llega tarde o temprano. Esa voz interior que comenzó en susurros, poco a poco eleva el tono hasta que nos da una fuerte sacudida. Está en nosotros darnos cuenta, despertar, elevar la conciencia, o bien, vivir y morir en la creencia de que estamos hechos completamente de terracota, como el Buda.